Es curioso estar en vísperas de partir del país que te vio nacer. Uno pasea por los distintos lugares con nuevos ojos, más abiertos de lo normal, menos cegados por la rutina. Cada mirada y cada percepción es tal vez la última por un largo tiempo, una despedida de cada una de las cosas que son parte de tu vida.
Lo que ciertamente no esperaba es que, al mirar de nuevo y despedirme, me inundara una mucho mayor sensación de alivio que de nostalgia. Que me topara con tantas y tantas cosas que definitivamente no voy a extrañar.
Pasear por Chile esta semana dio para contar una historia. Una de tacos por horas, de “bermistas” saliendo por el lado para andar sobre ambas pistas de ciclo vía, tan solo para casi atropellar un ciclista y luego, sin aprender o reflexionar nada, volver a la ciclo vía hasta que no se puede y ahí echarle el auto encima al que hacía cola para salir ganando a costa de todos. Es una historia de caminos llenos de basura y colapsados de humanidad. Del tipo con malas pulgas que me tiró garabatos desde su casa cuando nos detuvimos un segundo en la vereda de al frente a ver por qué sonaba una rueda del auto, al parecer creyendo que estaba meando la rueda en vez de revisarla. Le dije q se equivocaba y no me creyó, solo siguió increpándome sin razón.
Es la historia de la gente que anda en la pista equivocada sin importarle un bledo tener una cola de 20 autos para atrás, teniendo todas las oportunidades de dejarlos pasar. La gente sentada en la bocinas en los peajes para no pagar. De los que al parecer aprendieron que las luces de señalización a izquierda o derecha no son para dejar el paso, sino para acelerar y cortarlo. Del lugar ese por el que tienes que pasar preocupado y dónde a un tipo le hicieron una encerrona y lo bajaron de su auto a punta de pistola. O los camioneros que, sea justa o no su causa, encuentran que la manera de hacer “paro” no es “dejar de trabajar”, sino “bloquear todo y causar la mayor de daño posible a la mayor cantidad de inocentes posibles” (tengo una amiga que estuvo más de 7 horas, con niños y sin marido, atrapada sin saber qué hacer. Sin comida, baño, nada). ¿Qué hay de las guaguas? ¿Las ambulancias? Etc. Hasta vi un funeral a las 3 am tratando de llegar tal vez al cementerio.
Es la historia en que aparecen los kilómetros de humo producto de los incendios intencionales, las llamas visibles a ambos lados de la autopista, en que medio ahogado te preguntas cuanto rato te queda de aire para respirar, justo pasado el cartel que dice “Bienvenido a la Araucanía”. Nada sube la moral como ver los bosques en llamas. En fin, un solo viaje da para varias anécdotas, la historia probablemente podría seguir indefinidamente. Pero en fin.
La ciudad no es distinta. Están los problemas con mis vecinos, o los de mi arrendatario con sus vecinos. Los detalles aquí son muchos también, hasta el punto que me da lata entrar en el detalle. Mención honrosa eso si a los administradores de condominios que dicen que no pueden hacer nada sin la municipalidad y de la municipalidad diciendo que no hacen nada en condominios. Un amigo abogado me dice con franqueza “en esos temas no hay nada que hacer, todos se lavan las manos”.
Me toca subirme al metro, algo que no hacía hace tiempo por la pandemia, y me topo con el compadre con micrófono y parlante, al que le da igual la gente que va descansando, leyendo o escuchando su propia música en un espacio tan compartido y apiñado. Ni hablar de la loca vendiendo dulces, compitiendo con la petición por altoparlante de “por favor no comprarle a vendedores en el metro”. La vieja frente a mí que segundos después decide que quiere un dulce de todas formas.
Y es que de pronto me acuerdo porqué cada vez salgo menos de mi casa. Esa que me aísla del Chile del día a día a través de rejas altas, ventanas enrejadas, doble chapa, puerta de seguridad, cercos eléctricos, cámaras y guardias. No las puse yo, en mi rebeldía a vivir en una cárcel, pero he de reconocer que, cuando entraron armados a mi casa y me vi con un tubo de aluminio en la mano defendiendo la puerta del baño, mi señora y niños escondidos tras de mí, terminé por ser yo el que enrejara las ventanas.
Y es que en Chile, como en todos lados, hay más gente buena que mala. La pregunta es qué grupo es el que domina. Quién pone la pauta. Es ahí que no todas las sociedades son iguales, ahí que descubres que no todas tienen los mismos valores o formas de operar. Es ahí que te das cuenta de que en Chile no prima el que hace lo correcto, sino el que logra salirse con la suya. Desde la corrupción en los que tienen más y se salen con la suya hasta los “lanzas” que se salen con la suya, hasta los pequeños actos del día a día para los que estamos en medio medio. Es ahí que Chile, sin vergüenza o empatía, se vuelve una tragedia de los comunes, la tierra del “pillo chileno”, del “winner”. El que se salta la cola o se sube a la micro por atrás forzando las puertas. El que pide que le den pero no pone de su parte, buscando solo su propia conveniencia.
Al final, es luego de esta última semana en que he vivido todo lo anterior, que me doy cuenta de que mi amor por Chile es como el de un matrimonio cansado, sin ya convicción. Es ahora, al mirar de nuevo, que me siento como en una terapia de pareja, dudando de si quiero el divorcio. Creo que necesito un break. Me recuerda la escena del tipo diciendo “No eres tu, so yo”, cuando en verdad intuye lo contrario.
Sea como fuera, adiós Chile, separarnos es probablemente lo mejor.